KELLY KAPIC
El teólogo y crítico social danés del siglo XIX, Søren Kierkegaard, escribió una vez en su diario: «El resultado del afán es que al individuo rara vez se le permite formar un corazón». En nuestras almas sentimos que tiene razón. El ajetreo incesante —correr de aquí para allá, tarde y con prisas, siempre con más cosas que hacer de las que tenemos tiempo— ahoga la vida del corazón.
Sin embargo, me temo que muchos en la iglesia, especialmente quienes tenemos diferentes funciones de liderazgo, solemos procurar ese mismo ajetreo. De vez en cuando advertimos a los demás sobre el agotamiento y el estrés, pero estamos en constante movimiento, sintiéndonos acosados por todas las tareas pendientes y sintiéndonos culpables por los proyectos que no hemos completado. A menudo transmitimos ese estrés a los demás, de forma sutil, pero destructiva: estamos ocupados, así que podemos actuar como si los demás debieran estar ocupados. Si no lo están, los tratamos de perezosos o negligentes.
Pero ¿nuestro problema es principalmente que no somos más productivos, o es que hemos permitido que expectativas poco realistas distorsionen nuestra visión de fidelidad? Aunque es muy probable que podamos organizarnos mejor y ser más eficientes, perseguir esos esfuerzos puede alimentar y ocultar el verdadero problema en lugar de ayudarlo. ¿Qué pasa si el corazón de nuestro problema no es la gestión del tiempo, sino otra cosa? ¿Qué pasa si el objetivo de la vida cristiana no es simplemente hacer más cosas? Si esto es cierto, ¿por qué sentimos la necesidad de llenar cada momento con cosas que podemos marcar en una lista de tareas o con distracciones sin sentido? Ver la televisión y pasar horas en las redes sociales puede ser más un síntoma que una causa de nuestros problemas, señales de una enfermedad más profunda.
¿Qué tal si Dios no espera que seamos productivos en todo momento? ¿Qué pasa si sentirnos cómodos con la lentitud, la tranquilidad y el hecho de no llenar cada momento puede ayudarnos a reconectarnos con Dios, con los demás e incluso con nuestra propia humanidad? Al menos vale la pena pensarlo.
Expectativas no revisadas
Aunque fue Ben Franklin, y no el apóstol Pablo, quien señaló que «el tiempo es dinero», hemos bautizado ese sentimiento, no para obtener beneficios económicos de cada momento, sino porque de alguna manera tenemos la idea de que cada minuto debe producir resultados positivos medibles. No te quedes sentado; ¡haz algo!
Por supuesto, la diligencia, una buena ética de trabajo y la innovación suelen mejorar nuestra vida y la de los demás. Pero en ocasiones, un bien genuino puede convertirse en un amo terrible, cuando la productividad y la eficiencia se convierten en nuestras metas más altas, nuestro mundo y nuestras vidas sufren. Eso es porque el valor más alto de Dios no es la productividad ni la eficiencia, sino el amor (Mt 22:37-39; 1 Co 16:14).
Esto suena demasiado abstracto, así que pasemos a preguntas más directas sobre nuestra propia vida. ¿Qué crees que Dios espera de ti en un día cualquiera? Si eres como yo, esta pregunta puede revelar algunas desconexiones dolorosas en nuestra percepción de Dios y de la vida fiel. Hace poco hablé con un pastor del centro de los Estados Unidos, quien me contó que cuando estaba en la universidad, se entusiasmó tanto con la idea de que debía «hacer valer cada minuto» y «redimir el tiempo», que junto con sus amigos planearon cómo podrían vivir con cuatro horas de sueño por noche; de esta manera, podrían «hacer mucho más para Cristo».
Veinte años más tarde, este siervo de Cristo, quien una vez fue fuerte y celoso, estaba quebrantado física, emocional, psicológica y relacionalmente. Tanto su fe como su familia y su ministerio estaban al borde del colapso. Aunque no atribuye todos sus problemas a su celo temprano y a sus proyectos de gran tamaño, sí ve cómo ese patrón distorsionó su vida, aumentando sus expectativas no solo en cuanto a lo que debía hacer en un día, sino en cuanto a lo que debía lograr en su vida. Podemos descartar fácilmente su idea descabellada de dormir cuatro horas por noche, pero mi opinión es que muchos de nosotros vivimos con expectativas similares y eso nos está haciendo daño.
Una señal de que las expectativas poco saludables están dirigiendo nuestras vidas es una constante frustración de fondo en nuestras almas, la cual se esconde detrás de nuestros rostros sonrientes. Estamos exhaustos por los niños, la iglesia, el cónyuge, las interminables exigencias. Llegamos a nuestro límite, así que cuando alguien dice algo incorrecto, o un niño no se mueve lo suficientemente rápido, o un vecino necesita ayuda, esta ira trata de estallar a través de nuestra bondad. ¡La gente nos impide hacer lo que tenemos que hacer! La eficiencia y la productividad han sustituido al amor como nuestro valor más elevado.
El regalo de la lentitud
Tal vez para no desperdiciar nuestras vidas, tú y yo necesitemos aprender el beneficio de «desperdiciar» algo de tiempo. Me explico.
Lo que consideramos aburrimiento o tiempo improductivo puede ser un gran regalo. En los espacios que se abren en los momentos de lentitud, si no los llenamos inmediatamente con más tareas o distracciones, suelen ocurrir cosas sorprendentes: nuestro cuerpo respira y se relaja un poco, nuestra imaginación se abre y nuestro corazón puede considerar todo tipo de ideas. Tenemos espacio para evaluar cómo le hablamos a un compañero de trabajo esa mañana o para ayudar a un padre joven que tiene dificultades con su hijo. Solo si vamos más despacio y no llenamos el espacio inmediatamente, empezamos a sentir la presencia de Dios y las complejidades del mundo, incluyendo tanto sus bellezas como sus problemas, nuestro asombro y nuestros miedos. Nos perdemos el mundo cuando estamos constantemente ocupados. De ahí la observación de Kierkegaard: el resultado del ajetreo es que rara vez somos capaces de formar un corazón. La compasión, la contemplación, el arrepentimiento, la esperanza y el amor crecen en el terreno de la reflexión. La reflexión saludable rara vez se produce cuando no nos detenemos.
El ajetreo también frena nuestro crecimiento. La creatividad y la sabiduría exigen nuestra libertad interior para reflexionar, luchar y enfrentarnos a los desafíos. Hay una razón por la que los paseos y las duchas son a menudo lugares de gran reflexión: las distracciones son mínimas, por lo que la mente y el corazón pueden hacerse preguntas.
Esos períodos de lentitud también enriquecen nuestra comunión con Dios si dedicamos tiempo al contacto mental, emocional e incluso físico que la vida excesivamente ajetreada excluye. La vida mejora si nos reservamos tiempos prolongados para la soledad y el silencio. Estas prácticas han sido utilizadas y recomendadas históricamente por los cristianos, que veían que el ajetreo dificultaba estar presentes con Dios y con los demás. Estos tiempos de silencio y soledad pueden ser difíciles, especialmente al principio. Pero hasta que no crezcamos en nuestra capacidad de estar a solas con Dios, y a solas con nosotros mismos, tendremos dificultades para reconocer la presencia del Espíritu en nuestro día.
Formando nuestros corazones
Otra razón por la que nos gusta estar ocupados es que no solemos llevarnos bien con nosotros mismos. Bajar el ritmo y crear un espacio para la tranquilidad a menudo nos enfrenta a asuntos que preferimos ignorar, ya sean recuerdos dolorosos de nuestro pasado, rasgos indeseables de nuestra personalidad o acciones que desearíamos no haber realizado. Las ocupaciones pueden ser una forma de evitar enfrentarnos a nuestro pecado. También puede ser nuestra manera de evitar el deseo de ser otra persona, o de tener un conjunto diferente de habilidades, antecedentes o temperamento. El ajetreo que permite la evasión puede frenar nuestro crecimiento. El afán hace que el autoconocimiento sea muy difícil.
En lugar de ser honestos con Dios y con nosotros mismos acerca de nuestras heridas, pecados, motivaciones y decepciones, adormecemos nuestra sensibilidad con ocupaciones. Se necesita ser valiente para dejar que los momentos permanezcan desocupados, pero cuando estamos dispuestos a entrar en los espacios abiertos con un corazón abierto, Dios puede traer una gran sanidad y crecimiento.
También ganamos más valor para entrar en esos espacios cuando vivimos en una comunidad de fe que es segura y amorosa, donde los demás no entran en pánico ni se cierran ante nuestro dolor y nuestras debilidades. Cuando los demás se sienten cómodos con la tranquilidad, el misterio y el trabajo sin terminar, lo suficientemente seguros en Cristo como para soportar las situaciones complicadas, eso también nos libera para enfrentarnos a esta época en la que Dios todavía está completando lo que inició (Fil 1:6): Dios no tiene problemas con los procesos. Aprendemos a evitar el ajetreo interminable cuando el abrazar la lentitud se convierte no solo en un valor personal, sino en el de nuestra comunidad. Aprender a ir más despacio e incluso a «perder» más tiempo juntos abre nuevos espacios para crecer en nuestra conciencia de la presencia y la obra de Dios. Empezamos a convertirnos en personas que pueden, en la lentitud, orar sin cesar (1 Ts 5:17), a menudo sin darnos cuenta de que eso es lo que está ocurriendo.
Bajar el ritmo —no llenar cada momento con distracciones, dejar de lado la compulsión de exprimir la productividad de cada momento— nos permite escuchar a Dios y a los demás. Da a nuestra imaginación y creatividad oxígeno para respirar, y empezamos a formar un corazón. Abre el camino del amor. Así que adelante, «desperdicia» algo de tiempo, porque esto puede evitar que desperdicies tu vida.