Es común considerar el trabajo como algo desagradable o esclavizante. Frases como: «Mañana es lunes otra vez», expresadas en un tono de profunda decepción, son usuales cada reunión de domingo. Nos quejamos de nuestro trabajo y esperamos con ansias que llegue nuevamente el fin de semana. Pareciera que aquello en lo que pasamos la mayor parte de nuestro tiempo se ha convertido en algo que no disfrutamos en lo más mínimo.
Incluso puede ser que tratemos de ser optimistas y aún así el trabajo nos resulte tedioso. Hace algunos años trabajé en una ONG reclutando al personal de campo y de oficina. Para este último grupo se hacía una inducción que incluía una visita a un proyecto social en una zona alejada de la capital. El propósito era que los trabajadores contables y de sistemas pudieran ver cómo su labor impactaba positivamente a cientos de niños. Muchos regresaban motivados a la oficina después de la visita. Sin embargo, este sentimiento se mantenía solo durante un tiempo. Con el pasar de los meses y en medio de las arduas jornadas de trabajo, la emoción se evaporaba.
Algo queda claro: somos prontos para olvidar el propósito de nuestro llamado y tardos para darnos cuenta de que el diseño de Dios para nuestras vidas incluye el trabajo.
Como cristianos, estamos llamados a honrar a Dios con toda nuestra vida, pero a veces parece que solo estamos disponibles para hacerlo cuando vamos a la iglesia. ¿Acaso lo que hacemos en lo cotidiano, de lunes a viernes, no forma parte de nuestra vida? ¿Por qué insistimos en separar nuestra vida laboral o académica de nuestra vida consagrada al Señor? Pareciera que somos expertos en desconectar nuestra adoración del domingo con nuestras labores del lunes.
Nuestras vidas como creyentes funcionan en sentido vertical con Dios y en sentido horizontal con nuestro prójimo y el mundo que nos rodea. Estamos llamados a trabajar para la gloria de Dios y para promover el bien común. Como Lutero decía: «Dios no necesita nuestras buenas obras, pero nuestro prójimo sí».[1]
Para trabajar de buena gana es crucial que comprendamos que nuestras labores «seculares» están íntimamente relacionadas con nuestra profesión de fe. ¿Cómo? Aquí hay tres verdades bíblicas que nos ayudan a entenderlo.
1) Fuimos creados para trabajar.
Estamos hechos a la imagen de un Dios que trabaja. Desde el inicio de las Escrituras podemos apreciar este concepto fundamental. Los primeros humanos recibieron instrucciones de trabajo inmediatamente después de su creación y antes de la caída; el trabajo no es el resultado del pecado. De hecho, Dios mismo trabaja por el puro placer de hacerlo. Por lo tanto, al trabajar nos identificamos con nuestro Creador y con Su hijo Jesús, quien dedicó la mayor parte de Su vida trabajando como carpintero. Ser portador de la imagen de Dios incluye, entre otras cosas, ser un trabajador.
Mientras que tu trabajo no sea deshonesto ni resulte denigrante hacia tu prójimo, es trabajo de Dios. Toda labor puede ser un servicio hacia el prójimo que Dios te ha llamado a amar (Mt 22:36-40). Si tu trabajo es un trabajo que necesita ser hecho, entonces estás haciendo el trabajo de Dios.
Dios creó al hombre a imagen Suya, a imagen de Dios lo creó; varón y hembra los creó. Dios los bendijo y les dijo: «Sean fecundos y multiplíquense. Llenen la tierra y sométanla. Ejerzan dominio sobre los peces del mar, sobre las aves del cielo y sobre todo ser viviente que se mueve sobre la tierra» (Gn 1:27-28).
2) El evangelio transforma el trabajo.
Como todo lo que ha sido corrompido por causa del pecado, nuestro trabajo necesita ser redimido por el evangelio.
En este mundo caído, donde nuestras relaciones están dañadas y la envidia parece ser el ADN de cualquier ambiente laboral, nuestro llamado como cristianos es a ser compasivos y bondadosos. Después de la caída el trabajo se volvió frustrante (Gn 3:16-19), pero por causa del evangelio, el trabajo recupera su propósito debido a que hemos sido redimidos y recuperamos nuestra comunión con Dios.
Ahora laboramos para contribuir con el bien común y recordando la esperanza de que Jesús volverá y restaurará el estado caído de todas las cosas; en la eternidad, el amor, la justicia y la verdad reinarán.
Cuando entiendes que la naturaleza del evangelio es cambiar la forma en que hacemos las cosas, dejas de ver tu trabajo como una maldición y comienzas a verlo como un medio para glorificar a Dios y bendecir a tu prójimo con tus labores. «Todo lo que hagan, háganlo de corazón, como para el Señor y no para los hombres» (Col 3:23).
3) El trabajo es un medio para ser luz.
Los frutos de tu trabajo pueden ser muchos: a través de él puedes proveer a tu casa, puedes adquirir conocimiento y desarrollar tu carácter para crecer en madurez; puedes encontrar amistades con las que crecer laboralmente y a quienes compartir el evangelio.
Desde los que hacen el trabajo más sencillo hasta el más complejo, todos podemos ser colaboradores de Dios a través de nuestras labores para cumplir con Su misión en este mundo. Nuestros trabajos nos proveen una plataforma de servicio e influencia.
Adán labraba la tierra y la cultivaba. José pasó de ser un esclavo a gobernar; a los treinta años se convirtió en el segundo al mando de Egipto. Daniel ganó un puesto de honor entre los gentiles y pudo mostrar el poder de Dios frente al Rey Belsasar. Rut, siendo moabita, acompañó a su suegra anciana y viuda y no dudó en trabajar de forma incansable por su sustento. Pablo y Bernabé hacían tiendas. El mismo Jesús trabajó como carpintero gran parte de su vida; su trabajo ayudaba para el sustento de su familia.
¿Quién sabe lo que Dios hará a través de ti en el lugar al que te ha enviado a trabajar? «Así brille la luz de ustedes delante de los hombres, para que vean sus buenas acciones y glorifiquen a su Padre que está en los cielos» (Mt 5:16).
Tu trabajo importa
No es casualidad que hayas llegado al trabajo en el que te encuentras; Dios te puso allí para que seas sal y luz y finalmente, como decía Pablo, realizamos nuestro trabajo «como al Señor y no a los hombres» (Ef 6:7).
Trabajemos de buena gana sabiendo que todo lo que hacemos como creyentes puede ser un reflejo de la obra de Dios en nosotros y una forma de adorarlo. Pongámonos los lentes del evangelio y miremos a través de ellos sabiendo que todo buen esfuerzo, incluso el más sencillo, tiene un eco para la eternidad.
Derribemos la falsa dicotomía entre lo «secular» y lo «sagrado» y dejemos de pensar que solo somos cristianos dentro de las cuatro paredes de la iglesia. Que nuestra adoración sea un olor fragante las 24 horas del día, 7 días a la semana.
KARINA EVARISTO