Estamos ministrando a un pueblo mientras estamos bajo ataque continuo del reino de las tinieblas. No esperes a ser la próxima víctima para abrir los ojos. Si creamos una estrategia para llevar a cabo la Gran Comisión, deberíamos hacer lo mismo para librar la guerra espiritual.
Leemos sobre la guerra espiritual, la afirmamos, incluso llegamos a enseñarla, pero luego vivimos como si no tuviéramos enemigos dentro y fuera de nosotros. Jesús describió la realidad en medio de la cual nosotros ministramos (Mt 10:16). Él estaba enviando a Sus discípulos a ministrar y a expulsar demonios y, entre otras cosas, les advierte que estarían ministrando no solo a ovejas, sino también a cabritos e incluso en medio de lobos. Dicho en otras palabras, entre las personas que escucharían su predicación estarían algunos o muchos que serían, más bien, falsos maestros o enviados de Satanás con la intención expresa de causar división y destrucción entre las ovejas y de ahí la advertencia de ser muy astutos y al mismo tiempo inocentes.
Asimismo, Pablo habló a los ancianos de la iglesia de Éfeso y les advirtió que después de su partida vendrían lobos feroces que tratarían de dividir y destruir el rebaño (Hch 20:29). De manera similar, Pedro nos advirtió sobre esto cuando dijo: «Sean de espíritu sobrio, estén alerta. Su adversario, el diablo, anda al acecho como león rugiente, buscando a quien devorar» (1 P 5:8). La palabra «sobrio» nos habla de ser emocionalmente estable; no bajo el control de las influencias intoxicantes del pecado, sino bajo el control del Espíritu Santo (cp. 1 Ti 4:12). El llamado ministerial tiene cierto peso y más aún si sabemos que nuestro llamado está íntimamente ligado a luchar contra fuerzas espirituales de maldad en las regiones celestiales.
1) Cultiva la humildad
Quizás no hay mejor defensa contra un ataque espiritual que la humildad de un siervo de Dios. Dios da gracia al humilde (Stg 4:6); habita con el humilde de espíritu (Is 57:15); enseña a los humildes (Sal 25:12); mira de manera especial al humilde (Sal 66:2) y atiende al humilde (Sal 138:6). El humilde está consciente de los peligros espirituales de vivir en un mundo caído y del pecado en su mundo interior.
La persona humilde reconoce que no merece ningún reconocimiento, posición o influencia que le brinde su posición. Reconoce que el pecado en nosotros requiere de personas a nuestro alrededor que puedan darnos la mano y levantarnos antes de caer. Nosotros somos un riesgo para nuestro ministerio si caminamos solos o alejados de Dios o ambas cosas. Jesús advirtió sobre esto a los apóstoles en el aposento alto, apenas horas antes de morir: «… separados de mí nada pueden hacer» (Jn 15:5b).
Innumerables batallas espirituales, pequeñas y grandes, se han perdido debido a la autosuficiencia de los líderes del pueblo de Dios. La persona humilde reconoce que está bajo sumisión a su Señor y disfruta estarlo porque eso trae paz a su alma. Es consciente de sus debilidades y, por consiguiente, reconoce que todo cuanto hace no es más que el resultado de la gracia de Dios operando en él (Gá 2:20).
Se debe cultivar la humildad o de lo contrario, el orgullo nos derrumbará:
Cuando un corazón orgulloso experimenta las bendiciones de Dios, cree que se las merece.
Cuando un corazón orgulloso experimenta la gloria de Dios, cree que es Él quien la ha producido.
Cuando un corazón orgulloso experimenta el poder de Dios, hace alarde de ese poder, lo usa y luego lo abusa.
Cuando un corazón orgulloso experimenta los privilegios de Dios, llega a creer que dichos privilegios son derechos.
Cuando un corazón orgulloso recibe un don, llega a creer que ese don es una destreza que Él ha desarrollado.
La humildad no simplemente desea servir, sino que también, de manera muy especial, ama a aquellos a quienes sirve. Delante de la caída va la arrogancia de espíritu, dice Proverbios 16:18. Dios no desea la caída del orgulloso, pero a menudo tiene que permitirla, ya que todo intento por cultivar la humildad en esa persona ha resultado en vano.+
2) Cultiva la oración
La dependencia de la oración es vital a la hora de batallar a favor de la causa de Cristo. Pablo pidió oración por Él mismo en múltiples ocasiones porque conocía lo que Él estaba batallando (Ef 6:19). Pablo reconocía que la batalla espiritual puede ser intimidante y, por tanto, pedía oración para predicar sin temor. El liderazgo de la iglesia no puede liderar al pueblo de Dios en contra de una legión de seres espirituales de maldad en las regiones celestiales sin hacer uso continuo de la oración.
Dios nos habla sobre la oración en cientos de pasajes tanto del Antiguo como del Nuevo Testamento y, sin embargo, podríamos afirmar que este es el recurso menos utilizado por el cristiano a pesar de sus beneficios. Librar una batalla espiritual sin el poder de la oración es como salir a la calle sin estar debidamente vestido. En el huerto de Getsemaní, justo antes de ser apresado, Jesús advirtió a los discípulos (Mt 26:41). Esa noche, mientras Jesús oraba, los discípulos se quedaron dormidos en más de una ocasión y poco tiempo después cayeron en tentación y todos fueron dispersados. Peor aún, Pedro terminó negando al Maestro tres veces antes de oír cantar al gallo.
No es por accidente que cuando los discípulos vinieron a Cristo y le pidieron que les enseñara a orar, dicha oración termina diciendo «líbranos del mal» o «líbranos del maligno» (Mt 6:13). Jonathan Edwards llegó a decir que la oración era la respiración del alma puesta en palabras.
En 1 Tesalonicenses 5:17 se nos manda a orar sin cesar y Cristo lo enseñó de la misma manera (Lc 18:1). De hecho, el texto de Efesios 6 sobre la guerra espiritual termina diciendo: «Con toda oración y súplica oren en todo tiempo en el Espíritu, y así, velen con toda perseverancia y súplica por todos los santos» (Ef 6:18).
La oración ejerce su mejor influencia cuando el cristiano depende del Espíritu Santo para vivir su vida y para llevar a cabo su misión.
3) Cuida de la doctrina en la línea de fuego
El liderazgo de la iglesia tiene la obligación de cuidar de la doctrina bíblica porque sobre esa roca y del poder del Espíritu depende su triunfo o derrota. Por años hemos oído que muchas de las herejías han surgido en el campo misionero. Quizás parte de la razón se deba al hecho de que muchos misioneros fueron enviados sin estar debidamente preparados para ir al campo de batalla. Por otro lado, es posible que muchos, preocupados por la suerte de los no alcanzados, hayan diluido o tergiversado el mensaje del evangelio tratando de ganar más almas para el Señor.
En este último caso, colocamos al hombre en el primer lugar y a Dios y Su plan de redención en un segundo plano, acarreando así terribles consecuencias. No olvidemos que Satanás conoce muy bien que una de las maneras de hacer a la iglesia inefectiva es corrompiendo su doctrina. Siempre ha existido la urgencia de mantener la ortodoxia de la fe cristiana. Harold Brown escribió: «La vida cristiana es frecuentemente presentada como una guerra espiritual. Si los paganos son los enemigos; los herejes son los traidores».1 Son traidores porque después de haber creído, tergiversaron la verdad con la intención de atraer verdaderos discípulos hacia sí mismos.
Es increíble ver la facilidad con que las herejías son propagadas. La pregunta es: ¿por qué? Ireneo (130-202), uno de los padres de la iglesia, responde a esta pregunta en su libro Contra las herejías:
De hecho, el error nunca se expone de forma desnuda, no sea que, una vez expuesto, pueda ser detectado de inmediato. Sino que esté elegantemente adornado con un vestido atractivo, de manera que, por su apariencia exterior, le haga parecer a los inexpertos (por ridículo que parezca la expresión) más verdadero que la verdad misma.
Dios jamás hará soplar su gracia a través de una iglesia que ha descuidado la doctrina que Él reveló de manera inerrante e infalible. El apóstol Pablo advirtió a Timoteo sobre las herejías (1 Ti 4:1).
La necesidad de la sana doctrina siempre ha sido un tema relevante para la iglesia y particularmente relevante a la hora de llevar a cabo la guerra espiritual y la Gran Comisión.
Si estamos en guerra, y lo estamos, no podemos descuidar el terreno firme sobre el cual estamos parados, y ese terreno es la doctrina que se nos entregó mediante autores inspirados por Dios. El descuido de la Palabra:
Produjo inmadurez espiritual en Corinto (1 Co 3:3-5);
enfrió el amor por Dios en Éfeso (Ap 2:1-4);
permitió que doctrinas falsas penetraran en el interior de la iglesia en Pérgamo (Ap 2:13-15);
mató la iglesia en Sardis (Ap 3:1-3);
produjo autosuficiencia y orgullo en Laodicea (Ap 3:14-19).
Todas estas fueron iglesias locales que con el tiempo sufrieron las consecuencias de no haber cuidado la doctrina recibida y descuidado la realidad de la guerra espiritual. Bien dijo Martyn Lloyd-Jones: «Todos los males de la iglesia, y de las naciones hoy, se deben a una desviación de la Palabra de Dios».2
Permanezcamos firmes ante la batalla espiritual porque nuestra confianza y esperanza están en Aquel que reveló todas estas cosas y que se identificó a Sí mismo diciendo: «Yo soy el Alfa y la Omega… el que es y que era y que ha de venir, el Todopoderoso» (Ap 1:8). Él dijo a Juan: «No temas, Yo soy el Primero y el último, y el que vive, y estuve muerto. Pero ahora estoy vivo por los siglos de los siglos, y tengo las llaves de la muerte y del Hades» (Ap 1:17-18).
A nosotros solo nos queda decir: «Amén. Ven, Señor Jesús» (Ap 22:20).
MIGUEL NÚÑEZ