Los líderes cristianos con frecuencia motivan a otros a hablar de Jesús apelando a la culpa, al deber o incluso a la vergüenza. He sufrido muchos sermones que me decían que debía compartir mi fe y que lo haría si solo amara más a Jesús. Salía de esos mensajes sintiéndome fracasada. No me sentía más cerca de Jesús ni inspirada a hablar de Él.
Hoy en día, como alguien que habla con regularidad y con gozo a otros sobre Jesús, pienso de manera diferente sobre el evangelismo. El secreto de la evangelización — algo que perdí de vista durante muchos años— es la identidad. Cuando perdemos esto, percibimos el evangelismo como una tarea impulsada por la culpa, en lugar de formar parte de una intimidad alegre con Dios.
Podemos definir esta identidad a partir de un verbo clave en las Escrituras: la palabra «enviado», que a menudo se pasa por alto. Jesús dijo: «Paz a ustedes; como el Padre me ha enviado, así también Yo los envío» (Jn 20:21).
Principios fundamentales
La identidad de enviado opera a partir de tres principios fundamentales que pueden cambiar significativamente la forma en que incluso vivimos nuestros días más ordinarios. Cuando creemos en estos principios bíblicos, nuestros hogares, vecindarios, lugares de trabajo y comunidades más amplias se convierten en lugares a los que Dios nos envía para servir como agentes de bendición y proclamación.
Dios está trabajando en atraer a las personas a Sí mismo.
Dios usa a las personas para llevar a otros a Jesús.
Dios nos llama continuamente a la labor del evangelismo.
¿Creo realmente que Dios trabaja en atraer a las personas hacia Sí, aunque yo no pueda percibirlo? Pienso en el agente de una aerolínea quien me ayudó a cambiar la reserva de un vuelo cancelado hace unos años. Mientras caminaba nerviosa en una ciudad extraña, agarrando el teléfono y crujiendo la mandíbula con frustración, el agente me dijo: «Quédate en la línea. No vas a oír nada. Pero estoy aquí. Estoy trabajando. Estoy arreglando el problema».
Cada pocos minutos preguntaba: «¿Sigues ahí?».
El agente repetía: «No me vas a oír. Pero estoy aquí. Estoy trabajando».
De manera similar, Jesús nos dice «Hasta ahora Mi Padre trabaja» y que Él también está trabajando (Jn 5:17), lo percibamos o no.
Sabemos que Dios ha «puesto la eternidad en el corazón humano» para que las personas consideren las cosas espirituales (Ec 3:11). Sabemos que el Espíritu Santo da testimonio de Jesús (Jn 15:26). Finalmente, conocemos la misión manifiesta de Jesús, la cual continúa en este momento, de «buscar y salvar lo que se había perdido» (Lc 19:10).
Así pues, en primer lugar, Dios está trabajando y, en segundo lugar, utiliza a personas para llevar a otros a Jesús.
Entender la identidad de enviado
Durante un semestre en la universidad (comiendo papas fritas y evitando leer a Shakespeare), leí las asombrosas afirmaciones de la Biblia de que el Espíritu Santo nos da poder para ser testigos de Dios (Hch 1:8), que Dios nos usa para difundir el conocimiento de Jesús (2 Co 2:14), que nos dio un ministerio para llevar a otros a Jesús (2 Co 5:17-20), y que nos eligió y nos designó para dar fruto y hacer buenas obras (Jn 15:16; Ef 2:10).
Llené mi boca con más papas fritas y me sentí maravillada al darme cuenta de que Dios quería usarme para llevar a otros a Jesús. Esta era mi identidad. No era solo ser una profesora, esposa, madre o escritora. Es vivir una vida de enviado.
Dios llama continuamente a Sus seguidores a la obra de evangelismo, allí donde nos encontremos, como parte de nuestra identidad en Cristo.
No es solo algo que hacer. Es algo que hay que ser.
Los enviados desarrollan una rica teología del lugar porque saben que Dios ha determinado los lugares y los tiempos exactos donde viven (Hch 17:26). Dios nos envía a hablar a otros de Jesús en los lugares de nuestros barrios y de nuestro trabajos.
No es casualidad el lugar en dónde vives y las personas con quién te relacionas en los caminos naturales de tu vida. No es casualidad lo que te sucede; tal vez Dios te ha colocado allí para hablarle a alguien de Jesús.
Nuestras vidas de enviados nos permiten experimentar a Jesús y al mundo que nos rodea a través de un lente de expectativa: esperamos que Dios trabaje en las vidas que nos rodean; esperamos que todavía use a las personas para realizar Su obra de avance del reino; y esperamos el llamado de Dios a este trabajo diario de presentar a Jesús a otros.
Practicar la vida de enviado
Como personas enviadas, podemos desarrollar cuatro prácticas gozosas: notar a las personas que nos rodean, orar por ellas de forma específica, dar pasos de fe para involucrar a otros en conversaciones significativas y compartir nuestras historias de transformación por el evangelio de manera auténtica y natural.
Desde ese día en la universidad, mantengo en mi diario una lista de cinco personas en mi vida que aún no conocen a Jesús. Tal vez sea alguien de mi calle o de mi clase. Tal vez sea un miembro de la familia o quizás sea la persona de la caja en el supermercado.
Luego me comprometo a orar las oraciones señaladas en las Escrituras por aquellos que están en mi lista. Podemos orar, como hizo Pablo, para que «Dios abra una puerta para la palabra, a fin de dar a conocer el misterio de Cristo» (Col 4:3-6). Podemos orar para que Dios les dé revelación para conocer a Jesús (Ef 1:17-19); para que Dios les haga apartar los ojos de vanidad (Sal 119:34-37) y les ayude a «volver en sí» (2 Ti 2:25-26); y para que Dios envíe obreros que les ayuden (Mt 9:38).
A medida que el Espíritu Santo nos guía y capacita, podemos hacer preguntas significativas, compartir la historia de la obra de Dios en nuestras vidas y dirigir a nuestros amigos a los pasajes de las Escrituras que Dios ha utilizado para enseñarnos sobre Jesús.
No tenemos que saber todas las respuestas. No tenemos que ser extrovertidos ni tener formación de seminario. En cambio, podemos saber con confianza que Dios nos envía a las vidas de las personas a nuestro alrededor. Podemos despertarnos con la expectativa alegre de que Dios nos usará para buscar y salvar a los perdidos como parte de nuestra identidad en Cristo.
HEATHER HOLLEMAN