MARSHALL SEGAL
El hábito de la quietud es hoy más difícil que nunca. No me malentiendas: siempre ha sido difícil. Sin embargo, el surgimiento y la difusión de la tecnología tienden a desplazar la quietud aún más.
Ahora que podemos llevar todo el mundo ancho y salvaje en nuestros bolsillos, es mucho más difícil mantener el mundo a raya. Nuestros teléfonos siempre prometen otra actualización para ver, una imagen a la cual dar «me gusta», un sitio web para visitar, un juego para jugar, un texto para leer, una serie para ver, un pronóstico para monitorear, un podcast para descargar, un titular para escanear, un artículo para hojear, un marcador para revisar y un precio para comparar. Ese tipo de acceso y apariencia de control puede hacer que los momentos de quietud y silencio se sientan como un desperdicio. ¿Quién podría sentarse y estar quieto mientras velozmente avanza tanta vida? Incluso si no levantamos de inmediato nuestros teléfonos, a menudo seguimos cautivos a ellos, preguntándonos qué novedades podrían contener, qué podríamos estarnos perdiendo.
A pesar de lo difícil que puede ser lograr la quietud, sigue siendo un hábito que salva la vida y fortalece el alma de cualquier ser humano. El Dios que hizo este amplio y salvaje mundo, y que moldeó nuestros finitos y frágiles marcos, dice de nosotros: «En quietud y confianza está su poder» (Is 30:15). En días llenos de ruido, ¿todavía encuentras tiempo para obtener ese tipo de fuerzas? ¿O el estrés y la distracción han erosionado lentamente tu salud espiritual?
¿Con qué frecuencia te detienes para estar en silencio?
Lo que Dios hace con la quietud
¿Qué tipo de quietud produce fortaleza? No lo hace cualquier quietud. Podríamos vender nuestros televisores, regalar nuestros teléfonos, mudarnos al campo y seguir siendo tan débiles como siempre. No, «en quietud y confianza está su poder». La quietud que necesitamos es una quietud llena de Dios. La quietud se convierte en fortaleza solo cuando nuestra quietud dice que le necesitamos.
Estén quietos, y sepan que Yo soy Dios.
Exaltado seré entre las naciones,
Exaltado seré en la tierra (Sal 46:10).
Esta quietud confiada desafía la autosuficiencia. La quietud predica esta realidad a nuestras almas como pocos hábitos pueden hacerlo. Dice que Él es Dios, y nosotros no; Él lo sabe todo, y nosotros poco; Él es fuerte y nosotros débiles. La quietud nos abre los ojos a la grandeza de Dios y a nuestra pequeñez. Nos hace bajar lo suficiente para ver lo alto, sabio y digno que es.
Puedes empezar a ver por qué la quietud puede ser tan difícil. Es profundamente (a veces despiadadamente) humillante. Antes de decirnos algo verdadero y hermoso sobre Dios, primero nos dice algo verdadero y devastador sobre nosotros. Nuestra quietud dice: «Sin Él, no puedes hacer nada». Nuestra negativa hacia el silencio, en cambio, dice: «Puedo hacer mucho por mí mismo», y se siente bien escuchar eso. Solo nos roba la verdadera fuerza y ayuda que podríamos haber encontrado.
Dios fortalece a los quietos con Su fuerza, porque la quietud convierte la debilidad y la necesidad en adoración (2 Co 12:9-10). Nosotros recibimos la fuerza, la ayuda y el gozo; Él recibe la gloria.
Pero ustedes no quisieron
Sin embargo, el contexto de las palabras de Isaías no es inspirador sino preocupante. Dios dice a Su pueblo:
«En arrepentimiento y en reposo serán salvos;
En quietud y confianza está su poder».
Pero ustedes no quisieron…» (Is 30:15).
La quietud les habría hecho fuertes, pero no quisieron. Asiria se abalanzaba sobre Judá, amenazando con aplastarlos de la misma forma en la que había aplastado a muchos otros. ¿Y cómo responde el pueblo de Dios?
«¡Ay de los hijos rebeldes!», declara el SEÑOR, «Que ejecutan planes, pero no los Míos, Y hacen alianza, pero no según Mi Espíritu, Para añadir pecado sobre pecado! Los que descienden a Egipto Sin consultarme» (Is 30:1–2).
Incluso después de ver cómo el Señor les liberó tantas veces en el pasado, dejan de lado Su plan y elaboran uno propio. Buscaron ayuda, pero no de Él. Regresaron a Egipto (¡de todos los lugares!) y pidieron protección a quienes les habían esclavizado y oprimido. Ni siquiera se detuvieron a preguntar qué pensaba Dios. Ellos hicieron, e hicieron, e hicieron. En todo momento se negaron a detenerse, a callar y a recibir la fuerza y el apoyo de Dios. Dios dice: Me hubiera acercado prontamente con ayuda, pero no quisiste. No fuiste lo suficientemente paciente o humilde para recibir mi ayuda.
¿Por qué rechazaron la ayuda soberana de Dios? En el fondo, sabemos por qué. Porque se sentían más seguros haciendo lo que podían hacer por su cuenta que esperando a ver lo que Dios podría hacer. ¿Con qué frecuencia hacemos lo mismo? ¿Con qué frecuencia elegimos actividad en lugar de quietud, distracción en lugar de meditación, «productividad» en lugar de oración? ¿Cuántas veces tratamos de resolver nuestros problemas sin detenernos lo suficiente para buscar primero a Dios?
Consecuencias de evitar la quietud
La autosuficiencia, por supuesto, no es tan productiva como promete ser, al menos no de la forma que desearíamos. La negativa del pueblo a quedarse quietos y a pedir ayuda a Dios no solo los apartó de Su fuerza, sino que también invitó otras consecuencias dolorosas.
En primer lugar, el pecado de la autosuficiencia engendra más pecado. Nuevamente, Dios dice en el versículo 1: «Ay de los hijos rebeldes, declara el SEÑOR, “que llevan a cabo un plan, pero no el mío, y que hacen una alianza, pero no de mi Espíritu, para añadir pecado al pecado”». Cuanto más rechazamos las fuerzas de Dios, más invitamos las tentaciones a pecar. La quietud nos mantiene cerca de Dios y conscientes de Él. La falta de quietud empuja a Dios hacia los márgenes de nuestros corazones, dando espacio para que Satanás plante y cultive mentiras dentro de nosotros.
En segundo lugar, esta negativa a estar quietos ante Dios les hizo vulnerables al miedo irracional. Debido a que lucharon en sus propias fuerzas, el Señor dice: «Mil huirán ante la amenaza de uno solo; ante la amenaza de cinco huirán» (Is 30:17). Nada más un soldado hará que mil entren en pánico. Toda la nación se desmoronará y se rendirá ante solo cinco hombres. En otras palabras, estarás controlado y oprimido por miedos irracionales. Huirás cuando nadie te persiga. Dejarás de dormir incluso cuando no hay nada de que preocuparse. Justo cuando estés a punto de experimentar un avance, te desesperarás y te rendirás. Los miedos se hinchan y florecen mientras Dios siga siendo pequeño y periférico. El tiempo de quietud con Dios, sin embargo, dispersa esos temores ampliando e inflamando nuestros pensamientos sobre Él.
Sin embargo, la advertencia más pesada viene en el versículo 13: los que abandonan la Palabra de Dios, la ayuda de Dios, el camino de Dios, invitan a la ruina repentina. «Por eso esta iniquidad será para ustedes, como muro agrietado a punto de caer, como abultamiento en una pared alta, cuya caída viene de repente, en un instante». La confianza en sí mismos provocó una grieta en las fortalezas que los rodeaban, una grieta que creció y se extendió hasta que los muros se derrumbaron sobre ellos. Todo porque se negaron a abrazar la quietud y a confiar en Dios.
Para Judá, la ruina significaba caer en las crueles manos de los asirios. Los muros caerán de forma diferente para nosotros, pero caerán, si dejamos que el ajetreo y el ruido nos alejen de la dependencia. En quietud y confianza estarán nuestras fuerzas; en el ajetreo y el orgullo está nuestra perdición.
Misericordia para los autosuficientes
En el ritmo de nuestras vidas, ¿hacemos tiempo para estar en quietud ante Dios? ¿Esperamos que Dios haga más por nosotros mientras nos sentamos a orar que lo que podemos hacer si nos esforzamos sin Él?
Si el versículo 15 nos humilla, «Pero ustedes no quisieron…», el versículo 18 debería humillarnos aún más. Mientras Judá se apresura y se preocupa, y hace estrategias y planes y recluta ayuda y trabaja horas extras, todo esto evitando a Dios, ¿cómo Dios les responde? ¿Qué está haciendo mientras ellos se niegan a dejar de hacer y a estar quietos?
«Por tanto, el SEÑOR desea tener piedad de ustedes, Y por eso se levantará para tener compasión de ustedes. Porque el SEÑOR es un Dios de justicia; ¡Cuán bienaventurados son todos los que en Él esperan!» (Is 30:18).
Mientras rehusamos esperarle, Dios espera para ser bondadoso con nosotros. No está mirando para ver si se ve obligado a mostrarnos misericordia; quiere mostrarnos misericordia. El Dios del cielo, Aquel que es antes del tiempo, por encima del tiempo y más allá del tiempo, espera que le pidamos ayuda. Le encanta escuchar el sonido de la confianza en quietud.
Bienaventurados, felices los que esperan en Él, los que saben que lo necesitan, los que le piden ayuda, los que encuentran sus fuerzas en las Suyas, los que aprenden a estar y permanecer quietos ante Él.