Vv. 37—41. Desde la primera entrega del mensaje divino se vio que en él había poder divino;
miles fueron llevados a la obediencia de la fe. Pero ni las palabras de Pedro ni el milagro
presenciado pudieron producir tales efectos si no se hubiera dado el Espíritu Santo. Cuando los ojos
de los pecadores son abiertos, no pueden sino sentir remordimiento de corazón por el pecado, no
pueden menos que sentir una inquietud interior. El apóstol les exhorta a arrepentirse de sus pecados
y confesar abiertamente su fe en Jesús como el Mesías, y ser bautizados en su nombre. Así, pues,
profesando su fe en Él, iban a recibir la remisión de sus pecados, y a participar de los dones y gracias
del Espíritu Santo. —Separarse de la gente impía es la única manera de salvarnos de ellos. Los que
se arrepienten de sus pecados y se entregan a Jesucristo, deben probar su sinceridad
desembarazándose de los impíos. Debemos salvarnos de ellos, lo cual supone evitarlos con horror y
santo temor. Por gracia de Dios tres mil personas aceptaron la invitación del evangelio. No puede
haber duda que el don del Espíritu Santo, que todos recibieron, y del cual ningún creyente verdadero
ha sido jamás exceptuado, era ese Espíritu de adopción, esa gracia que convierte, guía y santifica, la
cual se da a todos los miembros de la familia de nuestro Padre celestial. El arrepentimiento y la
remisión de pecados aún se predican a los principales de los pecadores en el nombre del Redentor; el
Espíritu Santo aún sella la bendición en el corazón del creyente; aun las promesas alentadoras son
para nosotros y para nuestros hijos; y aún se ofrecen las bendiciones a todos los que están lejos.