Vv. 14—18. Los ángeles cayeron y quedaron sin esperanza ni socorro. Cristo nunca concibió ser
el Salvador de los ángeles caídos, por tanto, no asumió la naturaleza de ellos; la naturaleza de los
ángeles no podía ser sacrificio expiatorio por el pecado del hombre. Aquí hay un precio pagado,
suficiente para todos, y apto para todos, porque fue en nuestra naturaleza. Aquí se demuestra el amor
maravilloso de Dios, porque cuando Cristo supo lo que debía sufrir en nuestra naturaleza y cómo
debía morir en ella, la asumió prestamente. La expiación dio lugar a la liberación de su pueblo de la
esclavitud de Satanás, y al perdón de sus pecados por la fe. Los que temen la muerte y se esfuerzan
por sacar lo mejor de sus terrores, no sigan intentando superarlos o ahogarlos, que no sigan siendo
negligentes o se hagan malos por la desesperación. No esperen ayuda del mundo ni de los artificios
humanos, pero busquen el perdón, la paz, la gracia y la esperanza viva del cielo por fe en el que
murió y resucitó, para que así puedan superar el temor a la muerte. —El recuerdo de sus tristezas y
tentaciones hace que Cristo se interese por las pruebas de su pueblo y esté listo para ayudarles. Él
está pronto y dispuestos a socorrer a quienes son tentados y le buscan. Se hizo hombre, y fue
tentado, para que fuera apto en toda forma para socorrer a su pueblo, habiendo pasado Él por las
mismas tentaciones, pero siguiendo perfectamente libre de pecado. Entonces, que el afligido y el
tentado no desesperen ni den lugar a Satanás, como si las tentaciones hicieran que fuese malo acudir
en oración al Señor. Ningún alma pereció jamás siendo tentada, si desde su verdadera alarma por el
peligro, clamó al Señor con fe y esperanza de alivio. Este es nuestro deber en cuanto somos
sorprendidos por las tentaciones y queremos detener su avance, lo que es nuestra sabiduría.