En muchos sentidos, encajábamos de forma natural. El que iba a ser mi esposo y yo amábamos a Jesús, estudiábamos Su Palabra, disfrutábamos de la adoración a través del canto, deseábamos tener muchos hijos, anhelábamos ser hospitalarios y valorábamos el hogar y el lugar gozoso de la esposa en él. Los dos teníamos herencia escandinava y entendíamos las asperezas que había entre suecos y noruegos. Los dos valorábamos el trabajo duro, con una actitud abierta a las iniciativas arriesgadas.
Como pareja comprometida, con todo lo que teníamos a nuestro favor, me resultaba difícil imaginar los obstáculos a los que nos enfrentaríamos cuando empezáramos a recorrer el camino juntos. Pero eso es solo porque subestimé lo real y obstinado que es el pecado que habita en nosotros. Pensaba que los obstáculos serían externos, circunstancias como las finanzas, los problemas de salud o las dificultades laborales, cuando en realidad era nuestra propia carne la que presentaba los mayores problemas.
Al reflexionar sobre los primeros años de matrimonio y familia, recomiendo tres principios para facilitar el paso de los baches y aceitar las ruedas de la alegría en Cristo en tu matrimonio y familia.
1. Deja que Dios defina lo “normal”
Todos tenemos un trasfondo único. Incluso dos personas que comparten una herencia similar, como mi esposo y yo, han tenido infancias muy diferentes. Crecí con veintisiete primos. Me convertí en tía a los catorce años y no recuerdo ningún momento en el que no tuviéramos niños pequeños en casa (aunque yo era la menor de la familia). Mi esposo tenía cuatro primos y rara vez se había topado con un bebé o un niño pequeño de cerca antes de casarse y conocer a mi familia.
Esto hizo que las ideas de lo que era «normal» fueran muy diferentes. Yo crecí en una finca en un pueblo obrero que limitaba con varias comunidades rurales. Mi madre creció en una granja. Mi esposo creció en un suburbio de primera categoría de una gran metrópolis. Su padre creció en la gran ciudad. Teníamos concepciones muy diferentes de lo que era el «aire libre». Para él, era principalmente para el ocio y el disfrute, para hacer senderismo o montar en bicicleta o kayak. Para mí, era principalmente para trabajar, para cortar el césped, quemar la pila de cosas para eliminar o hacer las tareas con los animales.
Nuestras antiguas «normas» pueden enriquecer nuestro matrimonio, añadiendo interés y risas a la vez que proporcionan oportunidades para tomar algo que ha sido transmitido y convertirlo en algo nuevo. O pueden amenazar la lealtad de nuestros corazones. Si lo que era normal para nosotros en nuestra infancia se convierte en la norma definitiva para nuestro matrimonio, hemos ordenado mal nuestras lealtades. Tenemos que dejarnos guiar por la única guía autorizada e inerrante que tenemos para la vida y el matrimonio:
Toda Escritura es inspirada por Dios y útil para enseñar, para reprender, para corregir, para instruir en justicia, a fin de que el hombre de Dios sea perfecto, equipado para toda buena obra (2 Ti 3:16-17).
Incluyendo toda buena obra en los a veces espinosos primeros años de matrimonio.
En el matrimonio, Dios está haciendo algo nuevo: una unión nueva de una sola carne, es decir, una nueva familia. Cuando el esposo y la esposa dejan que la Palabra de Dios defina lo que es normal, la esposa está dispuesta a someterse al liderazgo de su esposo, tal como las Escrituras le indican que refleje a la iglesia de Cristo (Ef 5:22-25). Su familia de origen puede ayudar en ese proceso o dificultarlo, pero en cualquier caso, se produce un cambio de prioridades. Para el esposo, significa mirar a Cristo como la norma por la que ama y guía a su esposa, y adoptar las prácticas de su familia anterior solo en la medida en que estén de acuerdo con Cristo.
Cuando era joven, mi madre me dio un consejo primordial a la hora de escoger un esposo: «La Palabra de Dios debe ser su autoridad». Es un consejo clave para hombres y mujeres, y lo transmito con gusto. Si la norma, la autoridad, es la Palabra de Dios —no la cultura, no las opiniones de tus amigos o las tradiciones de tu familia, tampoco Netflix o las redes sociales—, tendrán un terreno común sólido en el cual apoyarse, pase lo que pase.
2. Permanece andando en el Espíritu
Pablo dice a los gálatas: «Si vivimos por el Espíritu, andemos también por el Espíritu. No nos hagamos vanagloriosos, provocándonos unos a otros, envidiándonos unos a otros» (Gá 5:25-26). Puede parecer poco probable que dos personas que se aman y han comprometido su vida el uno con el otro «en lo bueno y en lo malo» caigan en la presunción, la envidia y la provocación del otro, y sin embargo, es bastante común en el matrimonio.
Las mentiras del mundo nos han hecho creer que los hombres y las mujeres están en dos equipos separados en la vida. El equipo de las mujeres debe defender a las mujeres, y el equipo de los hombres (en una pequeña ironía) también debe defender a las mujeres (aunque muchos se rebelan contra esto). Esto significa que, al menos para quienes nos hemos criado en los Estados Unidos o en Occidente, se espera que las mujeres compitan con los hombres. Desde una edad temprana, a las niñas se les enseña que su clasificación está en función de si ganan o no a los chicos. Esta forma de pensar contagia tanto a los niños como a las niñas.
Aunque esa actitud puede permanecer latente durante el noviazgo o la relación, volverá a aparecer si no se trata. En el caso del esposo, esta actitud puede consistir en expectativas poco realistas para su esposa, tratándola como a un hombre más que no debería tener diferencias significativas con él. Por ejemplo, puede esperar que ella gane lo mismo que él, o pasar por alto la vulnerabilidad inherente al embarazo y el cuidado de los niños pequeños. En una esposa, esto puede parecer como sacar la vara de medir para hacer un seguimiento de todas las formas en que ella está recibiendo un trato injusto en comparación con él. Por ejemplo, puede envidiar los almuerzos ocasionales fuera del trabajo mientras ella come con los niños en casa, o puede resentir que el cuidado de los niños pequeños recaiga principalmente sobre ella.
Estas son actitudes mortales que se pueden mantener en un matrimonio. Cuando nos casamos, el Espíritu de Dios hace algo sorprendente: nos hace parte de un nuevo equipo. Tuve la bendición de unirme al equipo Dodds (nuestro apellido), no al equipo mujeres, ni al equipo hombres, ni al equipo yo. Cuando algo maravilloso le sucede al esposo, la esposa se regocija como si le hubiera sucedido a ella, porque así es. Cuando algo difícil le sucede a la esposa, el esposo la nutre y la defiende como si le hubiera sucedido a él, porque así es.
¿Cómo permanecemos andando en el Espíritu en nuestros matrimonios? Confesando nuestros pecados regularmente y en oración, y poniendo nuestra mente en las cosas del Espíritu, con un enfoque especial en Cristo: Su vida, Sus palabras y Sus caminos (1 Jn 1:9; Ro 8:5). Caminamos en el Espíritu de Cristo cuando nos ajustamos a la forma en que Él ha diseñado el matrimonio: «El hombre dejará a su padre y a su madre y se unirá a su mujer, y los dos serán una sola carne. Así que ya no son dos, sino una sola carne. Por tanto, lo que Dios ha unido, ningún hombre lo separe» (Mt 19:5-6).
3. Comparte tu nueva vida con los demás
Mi esposo y yo nos casamos en junio de 2002. En octubre, estábamos tomando una clase para unirnos a nuestra iglesia local. Al mismo tiempo, abrimos nuestra casa (el piso de arriba de un dúplex) para acoger a un pequeño grupo de solteros y parejas. Yo tenía veintiún años y aún estaba terminando la universidad. Puede que nos pareciera un poco prematuro unirnos a una iglesia en la que éramos tan nuevos, o acoger a un pequeño grupo formado en su mayoría por desconocidos, pero la iglesia tenía una necesidad y nosotros estábamos deseosos de ayudar. No nos unimos a la iglesia ni fuimos anfitriones de un grupo pequeño principalmente como formas de establecer un matrimonio más fuerte, pero mirando hacia atrás, esto fue importante para dar forma a los patrones y prioridades de nuestra vida.
Muchas familias jóvenes piensan que la hospitalidad brotará cuando sea el momento oportuno: cuando consigan una casa más grande, o cuando los niños no sean tan pequeños, o cuando las finanzas no sean tan ajustadas, o cuando consigan limpiar esa única habitación. Nunca he visto que suceda así. Las personas hospitalarias que conozco son hospitalarias con poco y con mucho, en espacios pequeños y en grandes, entre bebés y ancianos, en una cocina sucia y en una limpia.
Compartir tu casa con los demás —hacerles de comer, estirar tu presupuesto de compras por ellos, dejarles entrar en tu baño, limpiar lo que ensucian, invitarles a entrar en tus pensamientos a través de la conversación y escuchar los suyos— es sorprendentemente íntimo en un mundo en el que la presencia encarnada es cada vez más rara. Pablo dice a la iglesia de Tesalónica que «Teniendo así un gran afecto por ustedes, nos hemos complacido en impartirles no solo el evangelio de Dios, sino también nuestras propias vidas, pues llegaron a ser muy amados para nosotros» (1 Ts 2:8). Cuando invitamos a otros a nuestra casa, les damos un poco de «nosotros mismos».
Cuando un esposo, esposa y sus hijos ofrecen su hogar y su «propio ser» a los demás a través de la hospitalidad, no están robando tiempo o recursos a los demás; están ganando al dar. La hospitalidad forma una identidad familiar que no se mira el ombligo, sino que se centra en compartir el amor de Dios de forma práctica con los demás. No puedo pensar en otra cosa que forme y establezca a una familia cristiana para que sea alegre y robusta en el Señor durante décadas que practicar el compartir su vida con otros. No dejes que tu hogar, tu matrimonio o tu familia sean solamente privados.
«Por tanto, acéptense los unos a los otros, como también Cristo nos aceptó para la gloria de Dios» (Ro 15:7). Un esposo y una esposa que han hecho de la Palabra de Dios su norma y que se mantienen andando en el Espíritu tendrán mucho que compartir con los demás. Abran sus puertas y reciban a muchos para que vengan a probar la bondad de Cristo en su mesa.
ABIGAIL DODDS