SUSAN ALEXANDER YATES
Una noche de verano, cuando tenía diecinueve años, una conversación cambió mi vida.
Acababa de terminar mi segundo año en la universidad. Tres de mis mejores amigos y yo estábamos a bordo de un barco de estudiantes que se dirigía a Europa para una gran aventura. Empecé a charlar con un compañero de viaje que me dijo que era cristiano y me preguntó si yo lo era. Le contesté: «Creo que lo soy. Espero serlo». Así comenzó una larga conversación en la que me explicó el evangelio.
Siempre había creído en Cristo, pero no entendía que pudiera ser real y estar presente en mí. Había vivido de una fe heredada. Ahora me daba cuenta de que necesitaba que Cristo entrara en mi vida de forma personal, que tomara el control. Pedirle que entrara en mi corazón fue un momento crucial.
Cuando regresé a mi universidad, tenía muchas preguntas pero estaba segura de una cosa: iba a tener éxito en la vida cristiana. Impulsada, generalmente exitosa y orientada a los objetivos, salí con la determinación de prosperar en mi nuevo compromiso.
Pero cuanto más lo intentaba, más miserable me sentía. Finalmente, escribí al amigo que compartió el evangelio conmigo: «Te admiro, pero no puedo hacerlo. Es demasiado difícil. Me siento más miserable que antes de hacer esa oración».
No esperaba una respuesta y por eso me sorprendió que me contestara inmediatamente: «Susan, ese es exactamente el punto. No puedes hacer esto. No puedes crecer en Cristo por tu cuenta. Es algo que Dios hará en ti. Tienes que relajarte y dejar que Él obre». Para mi personalidad orientada a los logros, aceptar mi insuficiencia fue una lección de humildad y alivio. Es una lección que he tenido que aprender repetidamente en cada nueva temporada de la vida.
Me casé y tuve cinco hijos en siete años, incluyendo un par de gemelos. Cuando los gemelos tenían seis semanas, nos mudamos a otro estado. No dormía, me sentía sola y fracasada como esposa, madre y compañera de ministerio. Hice todo lo que podía hacer para sobrellevar el día.
Clamé al Señor: «No puedo hacer esto». Él escuchó mi clamor. Dios comenzó a mostrarme que mi imagen personal se había vuelto a basar en mi sentido de logro y no estaba logrando nada. Necesitaba volver a aprender que Dios me ama simplemente porque le pertenezco y punto. No por lo que hago o dejo de hacer.
Hoy nuestros hijos son mayores. Cada uno de ellos está casado, tiene su propia familia y tenemos veintiún nietos. Sin embargo, en cada temporada —desde la crianza de los adolescentes, pasando por el nido vacío, hasta los hijos adultos y los nietos— he tenido que redescubrir la sabiduría de la rendición.
Cuando llego al punto de no puedo Señor, pero tú sí, renuncio a mi obstinada autosuficiencia y vuelvo a depender del Señor. Empiezo a crecer más profundamente y a ver más destellos de lo grande que es Él. Hay tres cosas que me han ayudado a crecer más profundamente y tener una visión más grande.
1. Distinguir entre crecimiento natural y crecimiento espiritual
A lo largo de la vida, crecemos en dos vías paralelas. Ambas son buenas y necesarias, pero son completamente diferentes. El objetivo del crecimiento natural es convertirse en un adulto autosuficiente, reflexivo y responsable. Por eso entrenamos a nuestros hijos para que trabajen duro y alcancen metas acorde a sus capacidades. Queremos que se conviertan en adultos seguros de sí mismos.
El crecimiento espiritual, por su parte, implica depender más de Dios. Esto nos lleva a la humildad, pero es crucial. Implica rendirse, decir: «No puedo, pero tú sí». Nos metemos en problemas cuando tratamos de crecer espiritualmente utilizando los mismos medios que usamos para crecer naturalmente.
2. Deleitarse con la belleza del proceso y la presencia
El progreso y el producto describen el crecimiento natural. El progreso busca un movimiento constante hacia un objetivo y el producto busca resultados tangibles. Ambos son importantes. Sin embargo, debemos evitar la trampa de usar el progreso y el producto para determinar nuestro valor personal. A Dios le interesa más el proceso, es decir, lo que aprendemos de Él a medida que crecemos en dependencia de Él. No exige que produzcamos resultados. Desea que sintamos cada vez más su presencia. Dios es infinitamente paciente y quiere que disfrutemos de Él.
3. Descubrir que Dios es mucho más grande que nuestra experiencia
Tenemos grandes preocupaciones en cada temporada: los hijos, la carrera, las presiones financieras, etc. Oramos por estos asuntos. Pero es fácil que una preocupación se vuelva algo más grande que Dios en nuestra mente. Tenemos que centrarnos más en quién es Él que en nuestros problemas.
Recitar en voz alta los rasgos del carácter de Dios nos ayuda a apartar nuestros pensamientos de nuestros problemas y volver a pensar en lo grande que es Él. Esta práctica puede transformar nuestra vida, aportando perspectiva. Te animo a leer la Palabra de Dios y a subrayar los aspectos de Su carácter. Los Salmos y el primer capítulo de Efesios me animan de una forma especial. Su Palabra está impregnada del poder del Espíritu Santo, el mismo poder que resucitó a Jesús de entre los muertos.
Cuando era más joven, me fijaba en una mujer mayor, piadosa, y pensaba: Un día seré como ella, capaz de confiar completamente en Dios. Un día llegaré allí. Permíteme asegurarte que nunca llegarás allí. Así que, suelta esa presión. Nunca llegaremos al lugar de la confianza completa en este lado del cielo. Aunque anhelemos un plano superior, Dios quiere llevarnos a un nivel más profundo de dependencia.