Seguramente has ido a restaurantes donde muestran imágenes de algunos platos en el menú. Por lo general, las fotografías irradian la belleza del plato. Se puede ver el brillo de la carne o lo verde de la ensalada. Son imágenes que elevan el plato y que abren el apetito. Pero… ¿te ha pasado que el plato que luego traen a la mesa, definitivamente, no es el de la imagen? A mí sí. El plato es similar, tiene los mismos ingredientes y el mismo nombre, pero no es el mismo. Es parecido, pero distinto.
En la vida del creyente puede ocurrir algo similar. Cuando leemos la Biblia, vemos imágenes de hombres y mujeres de fe, «héroes bíblicos», a los que queremos imitar. También leemos sobre la sabiduría de Dios, el amor entre hermanos o del amor bíblico de pareja, y queremos esa clase de vida. Sin embargo, en la práctica, nuestras vidas no son como quisiéramos que sean. En la Biblia, las vidas de los ciudadanos del reino de Dios se ven hermosas pero, en la vida real, las nuestras no son iguales. ¿Por qué ocurre esto?
Aunque hay diferentes explicaciones a este fenómeno, estoy convencido de que el problema central yace en la confusión entre moralidad y santidad. Como ciudadanos del reino, sabemos que Dios nos dice: «SEAN SANTOS, PORQUE YO SOY SANTO» (1 P 1:16). Desafortunadamente, hemos modificado la orden divina. La hemos convertido en algo así: «Sean buenos, morales, correctos».
Así como algunos platos de comida que ves en el menú son parecidos, pero diferentes a los que llegan a tu mesa, la moralidad se parece a la santidad, pero no es lo mismo. No debemos dejarnos engañar.
La santidad y el evangelio
Para comprender esto, hay que empezar por reconocer que la obra de Jesús en la cruz va más allá de solo «comprar nuestro boleto de entrada» al cielo. Las buenas noticias del evangelio no son: «quien no quiera ir al infierno, ahora puede ir al cielo». Por supuesto, el evangelio incluye nuestra nueva ciudadanía en los cielos (Fil 3:20), pero va mucho más allá.
El evangelio son las buenas noticias de que podemos entrar al reino de Dios gracias a que en Jesús podemos nacer de nuevo (Jn 3:3). Por lo tanto, nos habla de una nueva creación forjada a la imagen de Cristo, no a la de Adán (2 Co 5:17; Ef 4:24). En Cristo somos, otra vez, la imagen de Dios en la tierra. Ahora podemos imitarlo (Ef 5:1), renovar nuestra mente (Ro 12:2) y representar a Dios en este mundo como embajadores de Su reino (2 Co 5:20).
En Cristo, nuestro Rey y Salvador, ya somos santos y no existe nada sobre la faz del universo que pueda manchar nuestra posición ante Dios (Ro 8:33). Dios nos ha vestido a todos los salvos de Su santidad y ahora nos «revestimos como escogidos de Dios» (Col 3:12); no con nuestras propias ropas, sino con la gloriosa justicia de nuestro Rey. Cuando Dios nos ve en Jesús, nos ve intachables, limpios, puros, santos (Ef 1:4).
Por lo tanto, no debemos obsesionarnos con la moralidad que el mundo nos vende, ni impresionarnos con la moralidad que muchos presumen tener. La moralidad se define como el esfuerzo humano para producir una bondad propia que beneficiará, primeramente, a uno mismo y, posteriormente, a la sociedad en la que vive. La moralidad no es mala en sí, pero por sí sola no puede transformar el corazón de una persona. La moralidad, lejos del evangelio, es ineficaz en su búsqueda de bondad porque busca hacer lo bueno sin acercarse al buen Dios y depender de Él.
Ser solo personas morales no agrada a Dios. Pero ser santos, sí. El evangelio nos muestra que la moralidad no es lo mismo que la santidad: la moralidad viene del hombre, la santidad viene de Dios. No digo que no debemos ser morales, como explicaré en un momento, pero no podemos —ni por un minuto— comparar la moralidad que el hombre produce con la santidad que el Dios trino ofrece en el evangelio.
La santidad y la moralidad
¿Necesitamos ser morales si ya somos santos en Cristo? ¡Claro que sí! El antinomianismo es una corriente que enseña que, debido a que ya estamos en la gracia, entonces tenemos libertad para no obedecer las leyes de Dios. Pero esto no podría estar más lejos de la verdad. Al leer la Biblia, no te tomará mucho tiempo notar que el ciudadano del reino de Dios sí tiene una Constitución que lo rige, lo instruye, lo guía.
Sin embargo, hay un aspecto crítico a entender: la santidad es primero, la moralidad es después. Dios no nos llama a ser santos inmorales, pues eso es imposible. Pero Dios tampoco nos llama a ser morales sin ser santos, porque esa es la esencia del legalismo. Permíteme ponerlo así: es posible ser moral sin ser santo, pero es imposible ser santo sin ser moral. La santidad que viene de Dios crea un nuevo corazón, que a su vez produce deseos piadosos, que finalmente culminan en una vida piadosa (Gá 5:14). El ciudadano del reino de Dios ya es santo y, por lo tanto, su vida demuestra esto.
El moralismo, apartado de la santidad que Dios produce, es un veneno mortal porque te hace pensar que estás bien cuando en realidad estás lejos de Dios. El moralismo engaña, seduce y neutraliza a sus presas. Les hace creer que, por dar dinero a los pobres, cuidar de los huérfanos o ser una «buena» persona ante los demás, no necesitan a Dios. Jesús dijo: «Ámenme a mí, guarden mis mandamientos» (Jn 14:15). La moralidad dice: «Guarden sus mandamientos, luego amen a Dios». Pequeña diferencia, inmensa distinción.
La santidad y la moralidad no son lo mismo. Por lo tanto, si solo quieres ser moral, confía en tus propias obras. Pero si quieres ser santo, confía solamente en la obra de Jesús en la cruz. Persevera primero en tu santidad, no en tu moralidad.
La santidad y el reino de Dios
El ciudadano del reino de Dios busca obedecer a su Rey, seguir Sus pasos y Su Palabra, pero lo hace por amor, no por obligación. Los creyentes buscan ser morales porque ya son santos. Esta no es la moralidad artificial del ser humano, la que solo se ocupa de lo externo. Los hijos de Dios imitan la santidad y moralidad de Dios, que es primero interna y luego externa. Ven que la impresión de la santidad de Dios en sus corazones también debe afectar su mente, su cuerpo y sus obras. Los ciudadanos expanden el reino no por edicto del Rey, sino por amor a Él.
Por lo tanto, los creyentes procuran ser fieles a sus esposas, a sus hijos, a sus jefes; son amorosos, pacientes, éticos, hospitalarios, generosos, amables, responsables, trabajadores, honestos, gozosos, cuidadores del medio ambiente, de sus propios cuerpos, de sus familias y de sus comunidades.
Ellos viven así porque reflejan al Rey que los rescató, no porque tengan una moralidad personal, propia y exclusiva. Así como la luna refleja al sol, así también los ciudadanos del reino reflejan a su Dios. Pero así como la luna no refleja luz propia, tampoco los ciudadanos reflejan moralidad propia, sino que todo es gracias al Rey.
La moralidad quiere revelar qué tan bueno eres tú, pero la santidad revela qué tan bueno es Dios. Así que, vive en la santidad de Dios. No hay nada mejor en esta vida.
Josué Ortiz